El libro bien cultural y objeto de consumo
A mediados del siglo XVI, en el contexto del floreciente mercado editorial veneciano, se utilizaron los términos mercancía de honor y mercancía de utilidad para referirse la doble naturaleza del libro: bien cultural por excelencia y, al mismo tiempo, producto manufacturado y objeto de consumo. En un sentido muy general, el honor remitía a lo que el libro tiene de mediador espiritual, de transmisión de ideas y conocimientos, aunque, de manera más específica, el concepto de mercancía de honor daba cuenta de la reputación del editor y del lector. La honra del editor provenía de la selección de autores, pero también de la calidad y el esmero con que elaboraba sus productos en letra impresa; el prestigio del lector se basaba en su capacidad de proveerse y emplear aquellos tesoros culturales. Por su parte, utilidad alude a las propiedades físicas y las relaciones corporales que se establecen entre los hombres y las cosas, y, sin duda, permitía referirse a la economía de producción y distribución del libro, pero al mismo tiempo podría entenderse como todos aquellos aspectos que, más que allá del decoro, son necesarios en el diseño del libro como objeto de uso.
Estas facetas diversas del libro como objeto siguen plenamente vigentes. Ahora bien, a diferencia de las pretensiones integradoras de los editores venecianos, actualmente el honor y la utilidad se presentan escindidos e incompletos. Tomemos, por ejemplo, el tipo de libros que explotan aquel aspecto más próximo a la idea de mercancía de honor. Se trata de las distintas variantes de ediciones singulares de libros de artista y de ediciones bibliófilas cuyo consumo se limita a unos pocos coleccionistas. Cercano al espíritu de este tipo de libros, aunque dirigidos a grupos más amplios y con una incidencia menos marginal, se encuentran los libros de arte (catálogos de exposiciones de arte, fotografía, arquitectura y diseño), ediciones institucionales y libros de regalo, donde la relación imagen y palabra demanda formatos y diseños especiales. En este campo es donde se concentran algunas de las más celebradas innovaciones en diseño editorial aunque, a decir verdad, en ocasiones responden más a criterios de packaging y de merchandising que a los característicos del mundo editorial. Son estas producciones las que obtienen los honores de los Laus y otros premios de diseño gráfico, dejando en evidencia que lo que se entiende por diseño no es el casi todo que rezaba el Any del Disseny, sino la excepción o, mejor, la excepcionalidad editorial. Por lo que respecta a las actuales mercancías de utilidad -es decir, los libros de factura convencional destinados al consumo genérico- hay que apuntar la profunda transformación que se está operando. Asistimos a una expansión del mercado editorial que conquista nuevos espacios y nuevos consumidores. La distribución de libros alcanza, más allá de las librerías convencionales, desde los megastores especializados en ocio a los quioscos, pasando por centros comerciales no especializados, sin olvidar el comercio electrónico. El libro, como un producto de consumo más, debe adaptarse a las exigentes condiciones de competitividad visual en el punto de venta y lo hace intentando aumentar el efecto de reclamo de las portadas, generalizando la cuatricromía y apelando a imágenes directamente sacadas del repertorio cinematográfico y televisivo, de la publicidad y de las marcas. Este imperativo comercial también se deja sentir en las propias librerías. Por ello, los tiempos de exhibición de novedades son cada vez más cortos y las librerías reorganizan su espació en mesas de exposición horizontal mientras se deshacen rápidamente de sus stocks. No debe extrañar que tal dinámica tenga efectos distorsionantes sobre el diseño editorial. La perdida de identidad de las colecciones en favor de la promoción ejemplar por ejemplar o el continuo rediseño de las portadas como si cada nueva edición quisiera simular una novedad o una profusión de imágenes en las portadas que va a la par con un descuido tipográfico en el interior del libro, son síntomas harto elocuentes que no escapan a los habitués de las librerías.
He aquí el desconcertante panorama de la edición: por un lado, los libros especiales o de imágenes concebidos como objetos sobrediseñados y predestinados a la obtención de premios, y por otro, los libros comunes cada día más infradiseñados, abandonados a su suerte comercial y desprovistos de honor.Un panorama desalentador que hace albergar serias dudas sobre el papel del diseño gráfico en el sector editorial. Especialmente si entendemos este papel como la capacidad de tomar muy seriamente al libro como un objeto diseñable en todos sus pormenores -tanto en sus dimensiones de sofisticado utensilio material como de artefacto visual-, y si se demanda, desde la perspectiva del lector, una elaboración de los componentes gráficos y tipográficos acorde con pautas de lectura y atención perceptiva.
Ahora bien, aunque la coyuntura no sea muy favorable al buen diseño editorial, conviene no sumirse en el desánimo, ni explotar la melancolía por las ediciones princeps.Tal vez resulte inquietantemente la aseveración de Daniel Pennac en el sentido que hoy "no cuentan tanto los hábitos de lectura como los de consumo", pero hay que recordar que la naturaleza mercantil del libro acompaña toda su historia. El libro siempre constituyó un buen negocio. Lo era ya en época de los manuscritos medievales y lo siguió siendo como producto protoindustrial después de la introducción de la imprenta. Fabricó su propio público -"la cada vez más numerosa república de los hombres de letras" de la que hablaba D´Alambert- y permitió acrecentar fortunas capitalistas como las de Le Breton en tanto empresario de la Encyclopédie. La edición conquistó el consumo masivo con folletines y novelas por entregas -fueran de Dumas, Dickens o Galdós- y en los años treinta del siglo pasado, el libro adoptó el concepto de publicación de bolsillo y empezó a venderse por decenas de millares. Por lo tanto no es ahora, sino desde siempre, que el libro ha ido a la búsqueda de nuevos consumidores, y este proceso -dicho sea de paso- se ha visto acompañado por interesantes aportaciones en el diseño del formato, la gráfica y la tipografía.
¿Por qué no pensar, entonces, que la transformación a la asistimos, más que un final apocalíptico, es el principio de otro tipo de escenario en el que puede surgir una nueva relación entre editores y diseñadores? Nunca como ahora se había editado tanto, con tal celeridad y en disposición de unos medios técnicos de fabricación y de distribución que permiten obtener publicaciones de gran calidad con costes razonables. Las potencialidades están ahí. Sólo cabe esperar que cese esta fascinación infantil de las editoriales por el marketing que transforma a los directores comerciales en expertos diseñadores de portadas. Sólo se necesita el concurso de un tipo de diseñadores que, lejos de parapetarse en un mundo de modernos bibliófilos, cultivadores de la excepción y de la rareza, desarrolle oficio y conocimientos para devolver al libro la dignidad cultural que le pertenece. En todo caso este sería un buen programa sobre el que reflexionar en el Any del Llibre i de la Lectura.
Oriol Pibernat es profesor de Historia y Teoría del Diseño y director de Eina, Escola de Disseny i Art
Tomado de:
Librínsula. La isla de los libros
Ilustración:
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