Por Umberto Eco
La idea gubernamental (...) de sustituir los libros de texto por material extraído de Internet, para aligerar las mochilas escolares y para bajar el costo, ha suscitado diversas reacciones. Los editores de textos educativos y los libreros consideran ese proyecto como una amenaza para una industria que da empleo a miles de personas.
Si bien me solidarizo con editores y libreros, se podría decir que por parecidas razones podrían haber protestado los fabricantes de carrozas y coches y los criadores de caballos ante la aparición del vapor o ( tal como (tal como lo hicieron) los tejedores ante la aparición de los telares mecánicos.
La segunda objeción es que esa iniciativa prevé que habrá una computadora para cada estudiante, pero es dudoso que el Estado pueda hacerse cargo de esa compra, e imponérsela a los padres implicaría para éstos un gasto mayor que el de los libros.
Por otra parte, si se comprara una computadora por cada clase, eso perjudicaría el aspecto de investigación personal, que constituiría el mayor atractivo de la propuesta... y lo mismo daría imprimir, en la imprenta estatal, miles de volantes y repartirlos cada mañana, como se hace con las hogazas en los comedores populares. Pero todavía se podría esperar que llegara el momento de la computadora para todos.
Pero el problema es otro. Es que Internet no está destinada a sustituir a los libros: es tan sólo un formidable complemento, un incentivo para leer más. El libro sigue siendo el instrumento principal de transmisión y disponibilidad del conocimiento y los textos escolares representan la primordial e insustituible oportunidad de educar a los niños en el empleo del libro.Además, Internet proporciona un repertorio fantástico de información, pero no entrega ningún filtro para seleccionarla, mientras que la educación no consiste solamente en transmitir información sino en transmitir criterios de selección. Esa es la función del maestro, pero también la función de un texto escolar, que ofrece, precisamente, el ejemplo de una selección realizada entre el maremágnum de toda la información posible.
Y eso ocurre incluso con el texto peor hecho. Al profesor le corresponderá criticarlo por su parcialidad, pero siempre desde el punto de vista de otro criterio selectivo. Si los niños no aprenden eso, que la cultura no es acumulación, sino la capacidad de discriminar, no habrá educación, sino caos mental. Algunos estudiantes entrevistados han dicho: ¡Qué bueno, así podré imprimir únicamente la página que me sirve, sin tener que seguir buscando cosas que no tengo que estudiar!. Error.
Recuerdo que en un tercer año, a fines de la guerra, los profesores (los únicos de mi carrera cuyos nombres he olvidado) no me enseñaban gran cosa, pero, por despecho, yo hojeaba mi texto, una antología en la que por primera vez encontré la poesía de Ungaretti, de Quasimodo y de Montale. Fue una revelación y una conquista personal.
El libro de texto vale precisamente porque permite descubrir incluso aquello que el profesor se ha olvidado de enseñar, y que otro, en cambio, consideró fundamental.
Además, el libro de texto permanece como remanente y recordatorio de los años escolares transcurridos, en tanto que algunas hojas impresas para uso inmediato, que se caen constantemente al suelo y que suelen tirarse después de que se las ha subrayado (nos sucede a los estudiosos, así que podemos imaginarnos lo que les sucede a los escolares), no dejan ningún rastro en la memoria. Son, lisa y llanamente, una pérdida. Es cierto que los libros podrían ser menos pesados y costar menos si prescindieran de tantas ilustraciones en color. Bastaría que un libro de historia explicara quién fue Julio César y después resultaría sin duda apasionante, si se dispone de una computadora, buscar en Google Image y salir a la caza de imágenes de Julio César, de reconstrucciones de la Roma de la época, de diagramas que expliquen cómo estaba organizada una legión.
Digo esto parar no mencionar que si el libro indicara, además, algunos sitios de Internet útiles para profundizar el tema, el alumno tal vez se sentiría embarcado en una aventura personal... aunque el profesor debería ser capaz, después, de enseñarle a distinguir los sitios serios, los que valen la pena, de los sitios chapuceros y superficiales. Libro e Internet son, por cierto, una mejor dupla que libro y pistolas.
En fin, no sería bueno abolir los libros de texto. Internet podría, sin duda, sustituir a los diccionarios, que son los que más pesan en la mochila. Abonarse con un gasto módico a un diccionario de latín, de griego o de cualquier otra lengua, disponible en línea por medio de una contraseña, como ocurre con el e-mail, sería, ciertamente, un recurso muy útil y rápido.
Pero todo debería girar siempre en torno del libro. Es cierto que el presidente del Consejo ha dicho en una oportunidad que hace veinte años que no lee una novela, pero la escuela no debe enseñar a convertirse en presidente del Consejo. Al menos, no en un presidente como el actual.
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