Lectura y escritura después de Babel
En el sitio web de Lectura y Vida, Revista Latinoamericana de Lectura, encontramos una sección "Artículos que hicieron historia", y entre ellos, un trabajo de Daniel Goldin: "La invención del niño. Disgresiones en torno a la historia de la literatura infantil y la historia de la infancia."
Nos trajo a la memoria la conferencia que escuchamos en el VII Congreso Latinoamericano para el Desarrollo de la Lectura y Escritura, Centro de Convenciones de la Ciudad de Puebla, México, octubre de 2002, sobre el mito bíblico de Babel y la escritura.
Compartimos un párrafo para invitarlos a leer el trabajo en el sitio de la revista.
...” hablar después de Babel es usar un instrumento equívoco pues ninguna lengua mantiene la transparecia de la lengua adánica.
Ésta es la raíz de la confusión que signará de ahí en adelante la comunicación entre los hombres (recordemos que el término Babel proviene de la raíz hebrea balal, que quiere decir “confundir”). Si solamente fuera provocada por la multiplicación de los idiomas, su dimensión sería notoriamente más reducida. Pero es un fenómeno que se da en el interior de cada lengua pues, como es sabido, los lingüistas y los estudiosos se han encargado de explicar que el lenguaje no es sólo un instrumento de comunicación, es una fuente de malentendidos, de ambivalencias, de oscuridades y equívocos. No hay palabra, no hay frase, desde luego no hay texto que pueda ser entendido de la misma forma por todos y cada uno de los hablantes de una lengua particular. Alguien dice algo e inevitablemente el que escucha entiende otra cosa, pues el lenguaje está lleno de historia, impregnado de afectos, de resonancias, de recuerdos. Cada idioma es una corriente infinita y perpetuamente cambiante, sujeta a múltiples tensiones: por aprehender la realidad, por acotar sentidos, por vencer a lo innombrable, por expresar los sentimientos, por aclarar lo turbio o ambivalente.
Lo grave es que el hombre requiere del hombre para vivir y que para convivir con sus semejantes requiere, indefectiblemente, del lenguaje.
Estamos condenados a perpetuar un drama porque nuestro instrumento es precario y equívoco: hay un Babel en el interior de cada idioma. La palabra es el sitio donde se escenifica una disputa continua y soterrada entre nuestras diferentes apreciaciones del mundo, una lucha por interpretar y crear la realidad y por participar en ella. Con esa herramienta precaria y compleja, con ese instrumento esquivo, a la vez oscuro y luminoso, los hombres posbabélicos levantamos diariamente torres más humildes que la pretenciosa torre de la llanura de Sinar; construimos la comunidad donde vivimos, el hogar donde mutuamente nos consolamos y reconfortamos, la plaza donde buscamos y encontramos
sentido. ¿Cómo podemos construir con un instrumento tan lábil? ¿Cómo hacemos para
que no se derrumbe todo lo que con él edificamos? Sólo hay una respuesta: hablando, escribiendo, leyendo; es decir, generando nuevos encuentros y desencuentros, choques y enfrentamientos, sucesivas aproximaciones a un sentido común, a un espacio simbólico que envuelve la totalidad de nuestra vida.
Sea cual fuera la validez y universalidad del mito babélico, no podemos negar que las más diversas culturas conservan vestigios del estado inaugural del lenguaje, corrompido luego por la historia. El respeto que diferentes lenguas y culturas le brindan a la palabra, y en particular al arte de nombrar, denotan con claridad la suposición de una relación profunda entre la palabra y la cosa. Borges ilustra esto en un poema memorable:
Si (como el griego lo afirma en el Cratilo)
el nombre es arquetipo de la cosa,
en las letras de rosa está la rosa.
Y todo el Nilo en la palabra Nilo.
Para todas las culturas dar nombre es reconocer un destino o definirlo. En muchos pueblos la relación con el nombre es tan profunda que cada persona debe tener un nombre secreto que no pueda ser pronunciado por nadie.
Pero no sólo al dar nombre reconocemos la consustancialidad de la palabra y lo real: maldecir es intervenir en la suerte de un ente para causar su daño. Bien-decir es protegerlo. Y si prestamos atención, podríamos juntar muchas expresiones que remitiesen a esta vinculación entre la palabra y lo real.
Cuando la palabra es también un cuerpo, cuando se convierte en escritura, la presunción de su poder es mucho mayor. Por eso en culturas como la árabe, la china o la judía había una interdicción de escribir ciertos nombres. O, en sentido contrario, en esas y otras muchas culturas se usan palabras escritas como amuletos para canalizar energía.
En la tradición judía, tal vez una de las que más ha trascendido la sospecha de la vinculación entre la palabra y lo real, la presunción del poder de la palabra no ha mermado por la catástrofe babélica. El término dabar designa simultáneamente palabra y cosa. No hay un término que las diferencie, ambas están inextricablemente unidas. Quizá por eso el verbo ser o estar no se conjuga en el presente: cada sustantivo es, y si quiero decir “yo soy yo” debo repetir la palabra yo dos veces: ani ani. Sin duda también por eso los antiguos cabalistas creían que el estado de zozobra del mundo se debía a la existencia de una errata en el texto divino.
También encontramos resabios del vínculo primordial entre la palabra y lo real en muchos hechos, costumbres y creencias que perduran hasta nuestros días. El respeto exacerbado hacia los libros; la prohibición común hasta hace años de escribir en ellos, subrayarlos o incluso doblar sus páginas...”
Ésta es la raíz de la confusión que signará de ahí en adelante la comunicación entre los hombres (recordemos que el término Babel proviene de la raíz hebrea balal, que quiere decir “confundir”). Si solamente fuera provocada por la multiplicación de los idiomas, su dimensión sería notoriamente más reducida. Pero es un fenómeno que se da en el interior de cada lengua pues, como es sabido, los lingüistas y los estudiosos se han encargado de explicar que el lenguaje no es sólo un instrumento de comunicación, es una fuente de malentendidos, de ambivalencias, de oscuridades y equívocos. No hay palabra, no hay frase, desde luego no hay texto que pueda ser entendido de la misma forma por todos y cada uno de los hablantes de una lengua particular. Alguien dice algo e inevitablemente el que escucha entiende otra cosa, pues el lenguaje está lleno de historia, impregnado de afectos, de resonancias, de recuerdos. Cada idioma es una corriente infinita y perpetuamente cambiante, sujeta a múltiples tensiones: por aprehender la realidad, por acotar sentidos, por vencer a lo innombrable, por expresar los sentimientos, por aclarar lo turbio o ambivalente.
Lo grave es que el hombre requiere del hombre para vivir y que para convivir con sus semejantes requiere, indefectiblemente, del lenguaje.
Estamos condenados a perpetuar un drama porque nuestro instrumento es precario y equívoco: hay un Babel en el interior de cada idioma. La palabra es el sitio donde se escenifica una disputa continua y soterrada entre nuestras diferentes apreciaciones del mundo, una lucha por interpretar y crear la realidad y por participar en ella. Con esa herramienta precaria y compleja, con ese instrumento esquivo, a la vez oscuro y luminoso, los hombres posbabélicos levantamos diariamente torres más humildes que la pretenciosa torre de la llanura de Sinar; construimos la comunidad donde vivimos, el hogar donde mutuamente nos consolamos y reconfortamos, la plaza donde buscamos y encontramos
sentido. ¿Cómo podemos construir con un instrumento tan lábil? ¿Cómo hacemos para
que no se derrumbe todo lo que con él edificamos? Sólo hay una respuesta: hablando, escribiendo, leyendo; es decir, generando nuevos encuentros y desencuentros, choques y enfrentamientos, sucesivas aproximaciones a un sentido común, a un espacio simbólico que envuelve la totalidad de nuestra vida.
Sea cual fuera la validez y universalidad del mito babélico, no podemos negar que las más diversas culturas conservan vestigios del estado inaugural del lenguaje, corrompido luego por la historia. El respeto que diferentes lenguas y culturas le brindan a la palabra, y en particular al arte de nombrar, denotan con claridad la suposición de una relación profunda entre la palabra y la cosa. Borges ilustra esto en un poema memorable:
Si (como el griego lo afirma en el Cratilo)
el nombre es arquetipo de la cosa,
en las letras de rosa está la rosa.
Y todo el Nilo en la palabra Nilo.
Para todas las culturas dar nombre es reconocer un destino o definirlo. En muchos pueblos la relación con el nombre es tan profunda que cada persona debe tener un nombre secreto que no pueda ser pronunciado por nadie.
Pero no sólo al dar nombre reconocemos la consustancialidad de la palabra y lo real: maldecir es intervenir en la suerte de un ente para causar su daño. Bien-decir es protegerlo. Y si prestamos atención, podríamos juntar muchas expresiones que remitiesen a esta vinculación entre la palabra y lo real.
Cuando la palabra es también un cuerpo, cuando se convierte en escritura, la presunción de su poder es mucho mayor. Por eso en culturas como la árabe, la china o la judía había una interdicción de escribir ciertos nombres. O, en sentido contrario, en esas y otras muchas culturas se usan palabras escritas como amuletos para canalizar energía.
En la tradición judía, tal vez una de las que más ha trascendido la sospecha de la vinculación entre la palabra y lo real, la presunción del poder de la palabra no ha mermado por la catástrofe babélica. El término dabar designa simultáneamente palabra y cosa. No hay un término que las diferencie, ambas están inextricablemente unidas. Quizá por eso el verbo ser o estar no se conjuga en el presente: cada sustantivo es, y si quiero decir “yo soy yo” debo repetir la palabra yo dos veces: ani ani. Sin duda también por eso los antiguos cabalistas creían que el estado de zozobra del mundo se debía a la existencia de una errata en el texto divino.
También encontramos resabios del vínculo primordial entre la palabra y lo real en muchos hechos, costumbres y creencias que perduran hasta nuestros días. El respeto exacerbado hacia los libros; la prohibición común hasta hace años de escribir en ellos, subrayarlos o incluso doblar sus páginas...”
Ilustración: La torre de Babel. Bruegel
1 comentario:
Recuerdo una foto vieja en la que se ve a la Torre Eiffel perderse dentro de una nube. Imagino que es la venganza moderna por Babel: finalmente, el hombre fue capaz de erigir una torre tal alta que llegó al cielo.
Pero los titulares de lo diarios impiden decir que se
haya recuperado la comunicación original perdida.
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