De la inocencia a la violencia: la identidad masculina en los manuales escolares (selección)
Miguel Somoza Rodríguez, en: La infancia en la historia: espacios y representaciones, EREIN/SEDHE, Donostia, 2005.
Durante el año 2004 murieron en España 72 mujeres a manos de sus propias parejas o ex-parejas. Las explicaciones más frecuentes acerca de este grave problema aluden al “machismo” como el origen y el motivo de tal violencia. Partiendo de una obvia aceptación general de esta explicación creemos, sin embargo, que la apelación a un “machismo” difuso y mal definido no pasa de ser una descripción demasiado superficial que aclara menos de lo que enmascara el problema de la existencia de una cierta violencia asentada en los fundamentos de la vida social y cultural de las sociedades contemporáneas. La violencia doméstica, de género o contra las mujeres, creemos, resulta ser más bien una manifestación singular (muy grave, por cierto) de unas relaciones sociales generales sostenidas en la violencia de unos grupos e individuos contra otros grupos e individuos e, incluso, de algunos individuos contra sí mismos. (...)
La cultura tradicional del occidente europeo (sólo por restringirnos a este ámbito histórico-geográfico) reconoce como “natural”y se apoya en la desigualdad de géneros y de sexos, recibiendo esta asimetría legitimaciones fuertes provenientes de la religión, de la política y de la cultura, incluyendo en esta última variados discursos “científicos” materializados en teorías, prácticas sociales e instituciones, entre las últimas, la principal agencia socializadora de la modernidad: la institución escolar. A través de ella se implementaron políticas de diferenciación sexual y de género que perseguían la cristalización y la perdurabilidad de identidades basadas, en el terreno de lo social y cultural, en la desigualdad de atributos, propiedades, acceso a recursos materiales y a posiciones de prestigio y poder, de derechos y de obligaciones, de libertades y de interdicciones, más allá de las diferencias estrictamente biológicas determinadas por la gestación, la maternidad y la lactancia. (...)
Estos valores y los “saberes” a ellos asociados fueron objeto de una política expresa de diferenciación y desigualdad materializada en un currículum escolar más o menos explícito o más o menos oculto según los períodos históricos, cuestión esta abordada en una ya amplia y diversa bibliografía. La mayoría de estos estudios toma como objeto principal las formas, contenidos y procedimientos de discriminación y subordinación de las mujeres frente a la dominación masculina. Menos estudios se han dedicado a los contenidos y los procedimientos de configuración de una identidad masculina que, si bien y en general han tenido y tienen como propósito final la formación de un sujeto social dominante, los procesos intermedios y prácticos de socialización se enraízan en la violencia y en las restricciones contra los propios varones, quizás en medida no menor a las que sufren las mujeres. El premio final de la posición dominante (de algunos varones sobre el conjunto de varones y mujeres; de los varones sobre el conjunto de las mujeres, excepto las de clase social superior) sólo puede ser conseguido al precio de las privaciones, las prohibiciones, las humillaciones y las violencias empleadas, asumidas e internalizadas por los niños y jóvenes varones. Estos procesos resultan más difíciles de exponer que los similares aplicados a las mujeres, están más enmascarados bajo la figura de la dominación general masculina y su argumentación más expuesta al rechazo apriorístico. (...)
En los límites de esta comunicación intentaremos señalar las notas principales de la construcción de la identidad masculina y de sus potenciales consecuencias sociales actuales (identidad para la dominación paradójicamente elaborada por medio del temor, de la humillación, de la vergüenza, y de sus contrapartes, el orgullo y la honra) a través de los contenidos curriculares y de los libros escolares (...)
En todas las culturas las diferencias de género constituyen el principio primario organizador del orden social y, al mismo tiempo, del psiquismo de los sujetos. El género establece el campo primario de posibilidades y de exclusiones de los agentes sociales, el tipo de socialización que recibirá cada uno, los saberes a los que tendrá acceso o los que le estarán prohibidos, las conductas lícitas o ilícitas, las emociones que podrá cultivar y exponer en público y las que deberá reprimir. Las identidades de género constituyen, en resumen, el principio básico regulador del orden humano. (...)
En la “sociedad tradicional” encarnada por el franquismo los niños varones fueron educados para la guerra, para el honor, para ejercer la violencia, para soportar el dolor, para habituarlos a las muertes provocadas, para despreciar al débil y amar al fuerte, para obedecer (ciegamente) a la autoridad, para acatar y hacer acatar los símbolos del poder. Los manuales escolares, elementos de gran peso en la constitución de mentalidades e imaginarios sociales en las sociedades contemporáneas, exponen, en esta época, con toda claridad (pues no había ninguna necesidad de ocultar el currículum) los principios y premisas señalados. (...)
La evidencia más notoria en contra de la supuesta “naturalidad” de la violencia machista es, por un lado, la necesidad de repetición constante, durante todos los años de escolaridad, de estos modelos de valores y conductas varoniles, lo que le denuncia como programa político de inculcación, todo lo contrario al “naturalismo” y al “esencialismo” de supuestos atributos masculinos. Por otro lado, la gran dificultad intrínseca en hacer de los niños varones sujetos violentos y autoritarios queda expuesta por la también constante necesidad de vinculación de las conductas buscadas a emociones y sentimientos elementales, como el amor filial, el miedo y el odio. La identificación de la patria con la madre, del honor nacional con el honor de la madre, del contrincante político con el enemigo y el asesino que quiere destruirnos, de la conducta “heroica” y valiente como esencia de la masculinidad y de la debilidad y sumisión como esencias femeninas, del honor y la honra personales como propiedades vitales, constituyen las marcas más visibles de la problemática y dificultosa construcción política de la identidad masculina. (...)
En el sustrato de toda obediencia está el miedo, y toda orden es, en última instancia, una orden de muerte. El cultivo y desarrollo programado del miedo es la “esencia” (si se nos permite esta inexacta expresión) de la socialización masculina tradicional. La instilación profunda del miedo en los varones es la causa central de la violencia machista (...) La centralidad del miedo como elemento constitutivo de la identidad fue también reforzada por los dogmas y la catequesis de la iglesia católica, para quien los individuos, si no temen a Dios tampoco pueden temer al Diablo y, por lo tanto, no se pueden constituir como “sujetos morales”. El temor de Dios es el principio rector de la ideología religiosa, que se manifiesta también como culpa (privada) y vergüenza (pública). (...)
El paradigma social tradicional es el modelo de la guerra: hay que preparar varones (sobre todo) dispuestos a matar y morir por la patria, por Dios, por la nación, por el honor, por el caudillo gobernante, y hay que preparar mujeres para que, a su vez, preparen hombres dispuestos a matar y morir. Afirmar que la actual (y monstruosa) violencia de género es consecuencia de la violencia machista (la violencia de los varones) es una premisa insuficiente. La violencia de género es más bien un subproducto de una estructura social basada en la violencia de clases, de género, de etnias, de culturas, etc. Es una (inaceptable) manifestación particular de un fenómeno general.
El currículum escolar, durante décadas, difundió y propició la agresividad y la violencia como acciones y valores positivos, en tanto el funcionamiento de la estructura social se sostenía en esos valores. Formados para ejercer posiciones de dominio y de poder, los varones han sido objeto de restricciones, censuras y violencias a tono con el programa político de diferenciación de géneros. El machismo no sólo ha arruinado la vida a muchas mujeres sino que también ha arruinado la vida a muchos varones, privándoles de su libertad y sujetándoles a un absurdo y opresivo código de honor. Ha condicionado las posibilidades de desarrollo vital, de interacción social y de convivencia personal a unos términos estrechos y embrutecedores.
“La maté porque era mía” dice una conocida letra de tango. “He matado por amor”, “tenía que matarla” , son palabras de varones protagonistas de recientes episodios de violencia doméstica en España, tratando de explicar (y explicarse) su crimen, frases todas que vienen a decir “la he matado porque mi vida sin ella no vale nada”, expresión reveladora, por una parte, de la inmensa dependencia y vulnerabilidad de la identidad masculina dominante y, por otra, de los límites miserables de su libertad.